TRIBUNA: ARTURO
LEYTE
El territorio de las humanidades
Hay que reivindicar
el estudio de la cultura humana, el cultivo de lenguas, textos y objetos que
nos precedieron. No con un fin arqueológico, sino con el de constituir un
modelo democrático de ciudadanía
ARTURO LEYTE 05/01/2012
Habría que preguntarse en primer lugar si en la actualidad
existe tal territorio. También, si debería existir y, en ese caso, cómo. El
término "humanidades" se ha vuelto tan difuso que su mención evoca
algo debilitado, pasado y decorativo; un ornamento mayor, no siempre lucido, de
una cultura decididamente técnica. El estado de cosas empeora, además, cuando
regularmente aparecen sus defensores: de ellos casi siempre cabe esperar un
lamento por su decadencia, sin reparar en la propia responsabilidad contraída
en su degradación
Quizás sea necesario decirlo con
todas las letras: las humanidades ya no resultan necesarias. Para caracterizar
su irrelevancia, nada mejor que compararlas con el trabajo del ingeniero: si
este no sabe, el puente se cae, la carretera se hunde, el tren de alta
velocidad se estrella. ¿Qué pasa, en cambio, cuando el profesional de las
humanidades (que ya no se puede llamar "humanista") no sabe de lo
suyo? Pues simplemente: no pasa nada. Esta conclusión obliga a preguntarse por
qué resultan tan prescindibles cuando tiempo atrás constituyeron el núcleo del
saber. Resulta obvio que las causas no resultan nítidas, porque la cuestión
afecta a una metamorfosis absoluta de la cultura humana, que se cifra en una
suspensión del problemático significado de tradición. La historia ya no enseña
referencias, lo que conduce, como afirmaba F. Jameson al principio de su Teoría
de la posmodernidad, a "pensar históricamente el presente en una época
que ha olvidado cómo se piensa históricamente". Esta paradoja nos devuelve
la historia, pero convertida en retazos dispersos y confusos utilizables al
margen de cualquier contexto, algo así como si el pasado fuera solo combustible
para un presente voraz que todo lo consume. Pero sería ocioso y seguramente
falso culpar de su lenta desaparición a la cultura técnica. Esa culpabilización
se vuelve el cómodo refugio de los que no aspiran a transformar el estado de
cosas, sino a perpetuarlo, porque es el que precisamente exime... del cultivo
de las humanidades.
Pero, ¿se pueden cultivar bajo el
nuevo paradigma? ¿Y si el verdadero obstáculo para las humanidades no lo
opusieran las técnicas ni tampoco las ciencias de la naturaleza -física,
química, biología- sino precisamente las "ciencias humanas"? Estas,
empezando por la historia, la psicología, la sociología y, sobre todo, la
lingüística, han sustituido a las humanidades transformando sus antiguos temas
en nuevos objetos científicos como consecuencia de la aplicación metodológica
de las ciencias naturales. Si lo que hoy define una ciencia, más que su tema de
estudio, es su carácter metodológico, entre las humanidades y las ciencias
humanas se ha abierto un abismo que destierra a las primeras del ámbito de la
ciencia: si adoptan su metodología, se pierden a sí mismas. Esta es seguramente
su frágil situación, que las vuelve mero adorno en la organización
administrativa del saber.
En el nuevo paradigma también puede
que sus antiguos contenidos ocupen un lugar importante en la industria del ocio
y el entretenimiento, pero eso ya no son humanidades, sino business. Su
sentido más íntimo -el cultivo del pasado por medio del estudio filológico y
hermenéutico- resulta intratable bajo las pautas científicas admitidas. Las
humanidades se vuelven así ellas mismas asunto del pasado. ¿Qué queda entonces
de ellas?, ¿vale la pena recuperarlas?
Descartado que puedan ocupar su
antiguo papel en la organización actual del saber y las ciencias, la pregunta
por las humanidades y su improbable territorio ya no puede plantearse solo en
términos científicos, sino políticos: ¿quiere dedicar una sociedad recursos
económicos, con todo lo que eso implica, para implantar seriamente los estudios
humanísticos, dejando de enmascarar su progresivo y estructural recorte? La
pregunta se puede plantear en términos más intuitivos: ¿quiere una sociedad,
por medio de su Gobierno, formar a sus jóvenes ciudadanos en estudios como la
historia, la literatura, el arte, las lenguas clásicas o la filosofía?, ¿o
prefiere una educación de la que haya desaparecido la posibilidad de leer,
escribir, interpretar, juzgar y decidir cultivadamente? Porque desgraciadamente
el cultivo de las humanidades hoy tendría que comenzar por la humilde tarea de
enseñar a leer y escribir -que debería constituir el primer deber político de
la democracia-, lo que nos remite a un horizonte mucho más incómodo: que tal
vez hoy se pueda prescindir de la lectura, entendida al menos en sentido
humanístico como ejercicio progresivo de formación. Así, tendría que asumirse
que leer es algo distinto de obtener una información. La opción política
residiría entonces en decidir si una sociedad quiere aprender a leer su propia
tradición pasada, pero no porque allí resida la verdad absoluta, sino porque
constituye la única referencia accesible para todos, fuera de la lucha por el
presente. El pasado puede volverse así la distancia necesaria desde la que
todavía podemos vernos. El declive de las humanidades no deja de constituir
otra forma de referirse a la aniquilación estratégica del pasado. Al reproche de
que las terribles catástrofes históricas del siglo XX ocurrieron precisamente
bajo una sociedad ilustrada y leída, habría que oponer que su causa residió más
bien en una insuficiente ilustración. Solo cabe recordar la destrucción de la
tradición humanística llevada a cabo en Alemania por aquel régimen que
anunciaba la nueva época a base de borrar la antigua: comenzó quemando libros
como anticipo de la quema de cuerpos humanos. A las tiranías les estorba la
tradición ilustrada, de ahí que la desfiguren o directamente la destruyan. Pero
nuestra pregunta tiene que apuntar ya sin nostalgia directamente al futuro:
¿qué aportaría el territorio de las humanidades a la democracia?
Si las ciencias humanas investigan
científicamente su objeto, políticamente habría que reivindicar el estudio de
la cultura humana desde su sentido temporal, accesible solo por medio del
cultivo de las lenguas, los textos y los objetos que nos precedieron, pero no
con un fin arqueológico, sino con el de constituir un modelo de ciudadanía. La
cultura así adquiriría un sentido ulterior, no simplemente heredado, sino como
condición de una vida social futura extraña a la barbarie. ¿Resulta hoy eso
posible? ¿Y si descubriéramos, por ejemplo, que ante ese objetivo el camino no
fuera enseñar Educación para la Ciudadanía sino simplemente humanidades...? En
realidad, ¿qué pasa cuando algo como la ciudadanía se enseña como una
asignatura de la que uno se puede desvincular cuando quiera? Además de
ocurrirle como a la enseñanza de la religión -que aumenta el número de
irreverentes- el problema reside en que seguramente no se deja enseñar como un
conocimiento, sino que es más bien el conocimiento una condición de su
desarrollo. Además, ninguna Administración está dispuesta a volver a la difícil
enseñanza humanística porque es improductiva, muy lenta y, en consecuencia,
cara: aprender una lengua, clásica o moderna; adquirir un bagaje de lecturas;
conocer y aprender a ver el arte, resultan tareas extrañas a la rapidez exigida
hoy por las tecnologías de la enseñanza. El sacrificio social que se ha pagado
a cambio ha sido enorme y la degradación está servida: las humanidades ya no
pueden constituirse en el fondo sobre el que construir una sociedad libre y
crítica. Pero, ¿qué las va a suplir? Los sobrentendidos aquí no valen y
constituyen la puerta de entrada de los totalitarismos, que por descontado son
antiilustrados. De ahí que la imagen más sombría proceda de pensar cómo la
moderna sociedad democrática fue también la que descabezó las humanidades,
seguramente por imponderables de la masificación, pero también por considerar
que estaban teñidas de un halo elitista que las identificaba con las antiguas
clases de poder. No se percibió que fue la propia conciencia formada en las
humanidades la que justamente había acabado con aquel antiguo poder. Hoy
podríamos preguntarnos si, más allá de la gestión económica de los recursos y
su distribución, es posible una sociedad democrática sin contar con la
reimplantación de las humanidades.
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