CÓMO EVITAR LAS PREGUNTAS DE LOS NIÑOS
por Oscar Brenifier
Traducción: Mercedes García Márquez
La filosofía con niños, como todas las actividades humanas, adolece de ciertos tics y taras. Para empezar, habría que preguntarse porque un adulto preferiría trabajar con niños mejor que con adultos. Por descontado puede ser por vocación o por necesidad, y hay todo tipo de razones, buenas, generosas o nobles, que justifican y explican esa elección profesional, pero como siempre en un análisis filosófico, parece necesario considerar las patologías naturales que no sólo son causa si no también el resultado de esas elección concreta. A guisa de ejemplo, puesto que el cuestionamiento parece ocupar un lugar central en la actividad filosófica, intentemos analizar en particular cómo los adultos tratan las preguntas que hacen los niños.
LOS ADULTOS Y LOS NIÑOS
No pretendemos proponer un estudio exhaustivo de la cuestión, si no solo lanzar algunas pistas que impliquen consecuencias sobre el filosofar mismo. Intuitivamente o conscientemente, una persona que encuentra dificultades para establecer una relación funcional con adultos, podrá volverse hacia los niños. Primero, porque en muchos casos estos últimos no cuestionan la identidad del adulto, y éste se siente grande y fuerte en su presencia. Segundo, porque a priori se le acuerda al adulto la autoridad y el poder sobre los niños. Tercero, porque el adulto tiene la impresión de saber mucho comparado con los niños. Cuarto porque el adulto puede revivir su infancia y para eso algunos se sentirán bien con sus compañeros de infancia. Sin embargo, nada de todo esto es totalmente claro, ni particularmente consciente. Como identificó Frederic Schiller se da siempre una cierta ambigüedad en la relación de un adulto y un niño. Cuando un adulto ve tropezar a un bebé que está aprendiendo a andar, se siente ciertamente muy competente, fuerte y poderoso comparado con él, pero en ese mismo momento se le produce un pequeño toque de celos, ante la idea de ese ser que tiene todavía todas las posibilidades, toda la vida por delante: todas las opciones están abiertas, lo que en consecuencia induce a cierto resentimiento por un pasado ya resuelto y determinado. Seguramente todas las almas buenas protestarán enérgicamente ante semejante sentimiento de envidia hacia un pobre niño inocente y sin defensa, dirán que jamás pensarían algo así.
Los niños son filósofos naturales en el sentido de que con toda facilidad les vienen las preguntas a la mente. A una edad en la que tienen tanto que descubrir del mundo y de si mismos, la sorpresa, la admiración y la estupefacción, características importantes de un espíritu filosófico, están presentes plenamente. Aunque pudiéramos objetar que no es totalmente consciente del contenido de las preguntas que formula: tomemos como ejemplo esos porqués que pudieran ser articulados de manera muy mecánica sin ningún ánimo de respuesta. En cualquier caso, como todo lo que atañe a la naturaleza humana, esta tendencia puede ser educada o animada, interrumpida o desarrollada. Desde la edad de siete u ocho años, observamos como un cierto principio de realidad, que podemos denominar principio de certeza, tan legítimo él, invade el ánimo del niño, lo que sofoca la interrogación metafísica que hasta ese momento constituía la mayor parte de su vida intelectual. Entra en una edad de la ciencia, que supone a su vez su propio ámbito de preguntas y respuestas establecidas que tienden a restringirse al campo de lo físico, constreñidas a lo probable y a la certeza de lo sensible, más comúnmente aceptables que la pura posibilidad o la vena poética. Deseo poner de relieve un cierto condicionamiento del espíritu, tenido por normal y previsible, puesto que ese proceso constituye la mayor parte del aprendizaje de la vida en sociedad, que implica conformarse con el conocimiento y el comportamiento adquiridos socialmente, proceso que simultáneamente conlleva una constricción y una disminución importante de las competencias intelectuales del niño. Naturalmente, la naturaleza y las modalidades de estas transformaciones dependerán mucho del contexto cultura y familiar. En mi opinión la enseñanza filosófica consiste en mantener, instaurar o restaurar el cuestionamiento ilimitado que autoriza al niño, y al adulto más tarde, a pensar lo impensable. Intentaré mostrar como va siendo inhibido lenta o brutalmente ese potencial para el cuestionamiento de un espíritu singular.
DEMASIADO OCUPADO
Me parece haber identificado tres disfunciones importantes mediante las cuales las preguntas de los niños y su capacidad de sorpresa pueden enfriarse o apagarse. Los presentaré por orden de sutileza y sofisticación creciente, aunque el proceso no sea tan mecánico como lo presento, y ciertamente opera a menudo una cierta mezcla heterogénea de comportamientos de los padres o de los adultos. El primer obstáculo, el más común, es el puro y simple no prestar atención a sus preguntas y a su asombro. Esto toma la forma ligera e indirecta de no escuchar, o la forma más brutal de guardar silencio y mirar hacia otro lado. Me parece importante clasificar estos dos tipos de reacciones en la misma categoría, aunque una de ellas guarde una apariencia más flexible y civilizada, a largo plazo producirán exactamente el mismo efecto.
Cuantos padres que no privan nunca o rara vez a sus hijos del derecho de hablar y a los que incluso les horroriza tal cosa, continúan sin embargo haciendo sus cosas, sean importantes o nimias, sea el trabajo, las compras, o ver la televisión, o ir de acá para allá, sin realmente pararse a escuchar a sus hijos. Actuando de este modo los padres establecen una jerarquía precisa con respecto a sus hijos, determinando en el presente y para el futuro lo que es de primer orden y lo que es secundario. La necesidad inmediata prima definitivamente sobre la gratuidad del examen intelectual y la belleza de la contemplación. Si así sucede, el adulto no debería extrañarse, en ese momento o más tarde, que su niño no reflexione antes de actuar y obedezca al primer impulso.
RESPUESTAS HECHAS
La segunda manera de ocultar el hecho de preguntar es respondiendo directamente a sus preguntas, sea cual sea el grado de complejidad, la oportunidad y la calidad de las respuestas. Aunque el tiempo empleado y la manera en que se articulen las respuesta marquen cierta diferencia. Lo que motiva mi crítica de la respuesta del adulto o del profesor es que supone una “falsa” relación con el hecho de preguntar. Este comportamiento aumenta la tendencia a contar con la autoridad exterior, desarrollando la heteronomia más que la autonomía. Lo que califico de “falso” es el hecho de que las preguntas no son apreciadas por si mismas, como un precioso regalo que nuestro espíritu nos ofrece, si no que se ven transformadas en simples demandas de satisfacción, un hueco que pide ser llenado, como algo molesto que el benevolente padre quiere obstinadamente corregir ofreciendo la respuesta hecha. Y sin embargo, estas respuestas serán seguramente menos innovadoras y creativas que la pregunta misma. La idea que avanzo aquí es la de que afirmar que una pregunta tiene valor por ella misma. Representa una apertura al mundo y al ser, que necesariamente produce un concepto o una idea, como negativo de algo que no tiene más valor: la respuesta. Una pregunta tiene un valor estético, su forma provoca el espíritu, igual que una pintura o una escultura que el espectador contempla sin dobleces o preocupaciones urgentes por su utilidad, su verdad o su solución. Esto no significa que no haya que intentar responder, pero en esta perspectiva la perspectiva la respuesta se desvaloriza un poco, baja de su pedestal, pierde su estatus de meta final y última del proceso intelectual, de la actividad del espíritu. No podemos responder a preguntas importantes, a las preguntas profundas no debemos responder. Pueden ser problematizadas, lo que significa analizar su contenido, apreciarlas por lo que aportan y en una segunda instancia, quizás sugerir algunas ideas susceptibles de aclarar diferentes aspectos que pudieran ofrecer materia de discusión. El hecho de preguntar es una experiencia del espíritu, una herramienta que permite explorar los límites del conocimiento y de la comprensión. Así que es crucial que el adulto confiese de vez en cuando al niño que no puede responder a todas las preguntas, sea porque no conoce la respuesta, sea porque no hay respuesta precisa o que convenga plenamente, y explicarle que en ese caso la pregunta debe resultar satisfactoria en sí misma, aunque sea provisionalmente, como garantía de un espíritu vivo.
Es innegable que este enfoque podría generar cierto temor o ansiedad en el espíritu infantil –y del adulto- que necesita valores en los cuales anclar su existencia y su vida espiritual, de la misma manera que necesita alimento para satisfacer las necesidades de su vida biológica. Añado simplemente que, menos mal, un niño no obtiene comida con solo desearlo, que le enseñamos a aguantar ante la urgencia de sus deseos, con el fin de liberarle de la satisfacción inmediata de sus impulsos. El deseo, la falta de conocimiento, es un estado en si mismo sano y productivo, en la medida que le permitamos que cumpla su papel en el tiempo, absteniéndonos de resolver instantáneamente el equívoco y la duda que genera en uno. Después de todo mejor será habituarse puesto que el desequilibrio, la irregularidad y la incomodidad representan características fundamentales y constitutivas de la vida.
AUTONOMIA
Retornemos a la autonomía: como para cualquier actividad que le incumbe al niño, es útil e indispensable que aprenda a manejarse por si mismo. Este tipo de enseñanza supone que el adulto frene su tendencia natural a proteger maternalmente y a darlo todo mascado, de manera que el niño se enfrente consigo mismo para desarrollar sus capacidades. Enseñarle a pescar, más que ofrecerle el pescado, significa que esto último es un obstáculo para el aprendizaje de la pesca, por muy nutritivos que sean los pescados que le das. Pero claro, y ahí está el problema, es más práctico proveer de pescado fresco, ponérselo en la mano, que enseñarle a pescar que implica todo un proceso, lento y sutil, en el cual el enseñante debe conscientemente profundizar en la comprensión del propio arte de pescar y al mismo tiempo ser más perspicaz en cuanto al funcionamiento global del niño. El camino largo, dice Platón, mejor que el corto en el que el maestro provee de respuestas prefabricadas al alumno. El niño debe aprender a trabajar por si mismo, si no buscará eternamente las respuestas ante la autoridad establecida –signo de respeto sin duda- en lugar de buscar en sí mismo. El aprendizaje de la autonomía debe sin embargo comenzar muy pronto, y no va a ser por mandato o por autodeterminación forzada que luego el adolescente o el adulto se inicien en este aspecto crucial de la existencia –como muchos padres lo creen cuando ante un problema específico se les ve enfrentarse a lo que ellos consideran una repentina influencia negativa y perversa. El proceso que hay que poner en marcha es el de animar al niño a confiar en su propia capacidad de pensar, de producir ideas, de deliberar y de juzgar por sus propios medios, por sí mismo, y eso solo se cumplirá únicamente gracias a una iniciación lenta, de práctica constante que ha de arrancar en los primero años.
Nos encontramos con dos objeciones a esta actitud pedagógica estrechamente ligadas entre ellas. La primera es el argumento de valor, la segunda es el argumento de la duda, su corolario. El argumente de valor afirma que los niños necesitan valores para construirse a sí mismos, referencia sin la cual no pueden crecer y constituirse a sí mismos para llegar a ser adultos maduros y responsables, valores sin los cuales un ser humano no está completo. Así mismo los padres o los enseñantes, con el fin de educar, deberían vehicular unas directrices sobre las cuestiones fundamentales: lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad, lo prohibido y la obligación, los derechos y deberes, etc. Digamos que los adultos, en general, se ven a sí mismos como los guardianes de ciertos principios adquiridos y heredados, componiendo una axiología aproximada cuyos fundamentos no están del todo claros, cuando no llenos de contradicciones. Sin embargo se convencen de que esos valores son necesarios para los niños de los que son responsables, por una mezcla de razones prácticas, ideológicas o simplemente para afirmar su autoridad, razones entre las que no distinguen convenientemente. Si insistimos en el aspecto arbitrario de estos esquemas educativos es porque la razón juega en ello un papel menor, casi ausente. Es evidentemente útil y necesario inculcar al niño un conjunto de “verdades” generales sobre la realidad global y singular, producto de nuestra experiencia de adulto, para que sus acciones y decisiones no se vean reducidas a una simple casuística, para que aprenda a no limitarse a sus impulsos puramente instintivos o reactivos. No debemos olvidar que este empeño está destinado a proveer de sentido al mundo y a su existencia propia, un sentido que el niño necesita, pero si no ofrecemos a ese niño un espacio de libertad para crear por sí mismo una visión del mundo, se convertirá, como muchos seres humanos en un producto del condicionamiento reductor, rígido e irreflexivo, con la posibilidad de que se rebele contra una perspectiva dogmática con una contra-perspectiva igualmente dogmática. En este sentido, debe ser iniciado a una práctica de principios generales de sabiduría, de conocimiento y de utilidad, por razones existenciales, morales e intelectuales, con un cierto grado de imposición sin el cual los principios perderían su propia fuerza, pero deben aprender igualmente a analizar, comparar, criticar, cuestionar y formular los tales principios generales desde sus propias fuerzas. Esta apuesta educativa, apuesta relativa a la razón y a la autonomía, exige un compromiso amplio, generoso y exigente, ante el cual demasiados padres y enseñantes reculan, por diferentes razones: falta de energía, falta de educación, miedo, etc.
Los mismos principios serán más o menos atendidos por el “argumento de la duda” con el añadido de que la incertidumbre es generadora de ansiedad: hay que proteger a ese pequeño ser. Pero de la misma manera que proteger permanentemente a un niño del reto de su puesta a prueba corporal no le permitiría desarrollar su fuerza física, pasa lo mismo con la fuerza psíquica.Si un adulto concibe su responsabilidad hacia el niño principalmente como una protección contra sí mismo y el mundo exterior, no debería sorprendernos si ese niño acaba desarrollando una visión paranoica del mundo, un mundo que no se parecerá jamás a lo que debería ser, un mundo sobre el cual no podrá intervenir en tanto que adulto, puesto que no habrá trabajado jamás sus propias capacidades, puesto que no habrá sido jamás iniciado a su propia potencia. ¿Cómo podría nadie ser generoso y libre si no ha padecido la angustia de la duda, si no ha aprendido jamás a enfrentarse a ella, a aceptarla, a resolverla e incluso a amarla como una especie de desequilibrio que mantiene el espíritu alerta? ¿El primer síntoma de una sociedad de consumo no sería el hecho de que los adultos se preocupan más de satisfacer sus nimios deseos inmediatos, privados y cotidianos, que de revelar algún desafío entusiasmante? La actitud de la que hablábamos exige desarrollar una cierta confianza en sí mismo, en el transcurso del tiempo, a través de numerosos obstáculos y dificultades aparentes, y gracias a ellos.
Un último punto que querríamos destacar sobre esta cuestión es que los niños tiene un sentido más agudo de la gratuidad que los adultos: saben muy bien como jugar diferentes roles, de hacer “como si”, estar presentes en el instante, perciben más fácilmente lo artificioso de su comportamiento y se sienten por eso probablemente menos amenazados que sus mayores por el libre examen y la verificación de sus posturas y de sus ideas. Por su edad y su anclaje en la existencia, los adultos tienen más que perder y más que demostrar: a menudo temen la muerte y el absurdo, más de lo que aman la autenticidad, la vida del espíritu y la puesta a prueba de su intelecto. En eso reside probablemente la razón principal por la cual se sienten obligados a responder a las preguntas de los niños, rehúsan abiertamente a admitir su ignorancia sobre cuestiones fundamentales e imponen su autoridad de manera desconsiderada. Todo ello con toda la buena conciencia del mundo, y por el bien supremo de los niños, al menos en apariencia.
por Oscar Brenifier
Traducción: Mercedes García Márquez
La filosofía con niños, como todas las actividades humanas, adolece de ciertos tics y taras. Para empezar, habría que preguntarse porque un adulto preferiría trabajar con niños mejor que con adultos. Por descontado puede ser por vocación o por necesidad, y hay todo tipo de razones, buenas, generosas o nobles, que justifican y explican esa elección profesional, pero como siempre en un análisis filosófico, parece necesario considerar las patologías naturales que no sólo son causa si no también el resultado de esas elección concreta. A guisa de ejemplo, puesto que el cuestionamiento parece ocupar un lugar central en la actividad filosófica, intentemos analizar en particular cómo los adultos tratan las preguntas que hacen los niños.
LOS ADULTOS Y LOS NIÑOS
No pretendemos proponer un estudio exhaustivo de la cuestión, si no solo lanzar algunas pistas que impliquen consecuencias sobre el filosofar mismo. Intuitivamente o conscientemente, una persona que encuentra dificultades para establecer una relación funcional con adultos, podrá volverse hacia los niños. Primero, porque en muchos casos estos últimos no cuestionan la identidad del adulto, y éste se siente grande y fuerte en su presencia. Segundo, porque a priori se le acuerda al adulto la autoridad y el poder sobre los niños. Tercero, porque el adulto tiene la impresión de saber mucho comparado con los niños. Cuarto porque el adulto puede revivir su infancia y para eso algunos se sentirán bien con sus compañeros de infancia. Sin embargo, nada de todo esto es totalmente claro, ni particularmente consciente. Como identificó Frederic Schiller se da siempre una cierta ambigüedad en la relación de un adulto y un niño. Cuando un adulto ve tropezar a un bebé que está aprendiendo a andar, se siente ciertamente muy competente, fuerte y poderoso comparado con él, pero en ese mismo momento se le produce un pequeño toque de celos, ante la idea de ese ser que tiene todavía todas las posibilidades, toda la vida por delante: todas las opciones están abiertas, lo que en consecuencia induce a cierto resentimiento por un pasado ya resuelto y determinado. Seguramente todas las almas buenas protestarán enérgicamente ante semejante sentimiento de envidia hacia un pobre niño inocente y sin defensa, dirán que jamás pensarían algo así.
Los niños son filósofos naturales en el sentido de que con toda facilidad les vienen las preguntas a la mente. A una edad en la que tienen tanto que descubrir del mundo y de si mismos, la sorpresa, la admiración y la estupefacción, características importantes de un espíritu filosófico, están presentes plenamente. Aunque pudiéramos objetar que no es totalmente consciente del contenido de las preguntas que formula: tomemos como ejemplo esos porqués que pudieran ser articulados de manera muy mecánica sin ningún ánimo de respuesta. En cualquier caso, como todo lo que atañe a la naturaleza humana, esta tendencia puede ser educada o animada, interrumpida o desarrollada. Desde la edad de siete u ocho años, observamos como un cierto principio de realidad, que podemos denominar principio de certeza, tan legítimo él, invade el ánimo del niño, lo que sofoca la interrogación metafísica que hasta ese momento constituía la mayor parte de su vida intelectual. Entra en una edad de la ciencia, que supone a su vez su propio ámbito de preguntas y respuestas establecidas que tienden a restringirse al campo de lo físico, constreñidas a lo probable y a la certeza de lo sensible, más comúnmente aceptables que la pura posibilidad o la vena poética. Deseo poner de relieve un cierto condicionamiento del espíritu, tenido por normal y previsible, puesto que ese proceso constituye la mayor parte del aprendizaje de la vida en sociedad, que implica conformarse con el conocimiento y el comportamiento adquiridos socialmente, proceso que simultáneamente conlleva una constricción y una disminución importante de las competencias intelectuales del niño. Naturalmente, la naturaleza y las modalidades de estas transformaciones dependerán mucho del contexto cultura y familiar. En mi opinión la enseñanza filosófica consiste en mantener, instaurar o restaurar el cuestionamiento ilimitado que autoriza al niño, y al adulto más tarde, a pensar lo impensable. Intentaré mostrar como va siendo inhibido lenta o brutalmente ese potencial para el cuestionamiento de un espíritu singular.
DEMASIADO OCUPADO
Me parece haber identificado tres disfunciones importantes mediante las cuales las preguntas de los niños y su capacidad de sorpresa pueden enfriarse o apagarse. Los presentaré por orden de sutileza y sofisticación creciente, aunque el proceso no sea tan mecánico como lo presento, y ciertamente opera a menudo una cierta mezcla heterogénea de comportamientos de los padres o de los adultos. El primer obstáculo, el más común, es el puro y simple no prestar atención a sus preguntas y a su asombro. Esto toma la forma ligera e indirecta de no escuchar, o la forma más brutal de guardar silencio y mirar hacia otro lado. Me parece importante clasificar estos dos tipos de reacciones en la misma categoría, aunque una de ellas guarde una apariencia más flexible y civilizada, a largo plazo producirán exactamente el mismo efecto.
Cuantos padres que no privan nunca o rara vez a sus hijos del derecho de hablar y a los que incluso les horroriza tal cosa, continúan sin embargo haciendo sus cosas, sean importantes o nimias, sea el trabajo, las compras, o ver la televisión, o ir de acá para allá, sin realmente pararse a escuchar a sus hijos. Actuando de este modo los padres establecen una jerarquía precisa con respecto a sus hijos, determinando en el presente y para el futuro lo que es de primer orden y lo que es secundario. La necesidad inmediata prima definitivamente sobre la gratuidad del examen intelectual y la belleza de la contemplación. Si así sucede, el adulto no debería extrañarse, en ese momento o más tarde, que su niño no reflexione antes de actuar y obedezca al primer impulso.
RESPUESTAS HECHAS
La segunda manera de ocultar el hecho de preguntar es respondiendo directamente a sus preguntas, sea cual sea el grado de complejidad, la oportunidad y la calidad de las respuestas. Aunque el tiempo empleado y la manera en que se articulen las respuesta marquen cierta diferencia. Lo que motiva mi crítica de la respuesta del adulto o del profesor es que supone una “falsa” relación con el hecho de preguntar. Este comportamiento aumenta la tendencia a contar con la autoridad exterior, desarrollando la heteronomia más que la autonomía. Lo que califico de “falso” es el hecho de que las preguntas no son apreciadas por si mismas, como un precioso regalo que nuestro espíritu nos ofrece, si no que se ven transformadas en simples demandas de satisfacción, un hueco que pide ser llenado, como algo molesto que el benevolente padre quiere obstinadamente corregir ofreciendo la respuesta hecha. Y sin embargo, estas respuestas serán seguramente menos innovadoras y creativas que la pregunta misma. La idea que avanzo aquí es la de que afirmar que una pregunta tiene valor por ella misma. Representa una apertura al mundo y al ser, que necesariamente produce un concepto o una idea, como negativo de algo que no tiene más valor: la respuesta. Una pregunta tiene un valor estético, su forma provoca el espíritu, igual que una pintura o una escultura que el espectador contempla sin dobleces o preocupaciones urgentes por su utilidad, su verdad o su solución. Esto no significa que no haya que intentar responder, pero en esta perspectiva la perspectiva la respuesta se desvaloriza un poco, baja de su pedestal, pierde su estatus de meta final y última del proceso intelectual, de la actividad del espíritu. No podemos responder a preguntas importantes, a las preguntas profundas no debemos responder. Pueden ser problematizadas, lo que significa analizar su contenido, apreciarlas por lo que aportan y en una segunda instancia, quizás sugerir algunas ideas susceptibles de aclarar diferentes aspectos que pudieran ofrecer materia de discusión. El hecho de preguntar es una experiencia del espíritu, una herramienta que permite explorar los límites del conocimiento y de la comprensión. Así que es crucial que el adulto confiese de vez en cuando al niño que no puede responder a todas las preguntas, sea porque no conoce la respuesta, sea porque no hay respuesta precisa o que convenga plenamente, y explicarle que en ese caso la pregunta debe resultar satisfactoria en sí misma, aunque sea provisionalmente, como garantía de un espíritu vivo.
Es innegable que este enfoque podría generar cierto temor o ansiedad en el espíritu infantil –y del adulto- que necesita valores en los cuales anclar su existencia y su vida espiritual, de la misma manera que necesita alimento para satisfacer las necesidades de su vida biológica. Añado simplemente que, menos mal, un niño no obtiene comida con solo desearlo, que le enseñamos a aguantar ante la urgencia de sus deseos, con el fin de liberarle de la satisfacción inmediata de sus impulsos. El deseo, la falta de conocimiento, es un estado en si mismo sano y productivo, en la medida que le permitamos que cumpla su papel en el tiempo, absteniéndonos de resolver instantáneamente el equívoco y la duda que genera en uno. Después de todo mejor será habituarse puesto que el desequilibrio, la irregularidad y la incomodidad representan características fundamentales y constitutivas de la vida.
AUTONOMIA
Retornemos a la autonomía: como para cualquier actividad que le incumbe al niño, es útil e indispensable que aprenda a manejarse por si mismo. Este tipo de enseñanza supone que el adulto frene su tendencia natural a proteger maternalmente y a darlo todo mascado, de manera que el niño se enfrente consigo mismo para desarrollar sus capacidades. Enseñarle a pescar, más que ofrecerle el pescado, significa que esto último es un obstáculo para el aprendizaje de la pesca, por muy nutritivos que sean los pescados que le das. Pero claro, y ahí está el problema, es más práctico proveer de pescado fresco, ponérselo en la mano, que enseñarle a pescar que implica todo un proceso, lento y sutil, en el cual el enseñante debe conscientemente profundizar en la comprensión del propio arte de pescar y al mismo tiempo ser más perspicaz en cuanto al funcionamiento global del niño. El camino largo, dice Platón, mejor que el corto en el que el maestro provee de respuestas prefabricadas al alumno. El niño debe aprender a trabajar por si mismo, si no buscará eternamente las respuestas ante la autoridad establecida –signo de respeto sin duda- en lugar de buscar en sí mismo. El aprendizaje de la autonomía debe sin embargo comenzar muy pronto, y no va a ser por mandato o por autodeterminación forzada que luego el adolescente o el adulto se inicien en este aspecto crucial de la existencia –como muchos padres lo creen cuando ante un problema específico se les ve enfrentarse a lo que ellos consideran una repentina influencia negativa y perversa. El proceso que hay que poner en marcha es el de animar al niño a confiar en su propia capacidad de pensar, de producir ideas, de deliberar y de juzgar por sus propios medios, por sí mismo, y eso solo se cumplirá únicamente gracias a una iniciación lenta, de práctica constante que ha de arrancar en los primero años.
Nos encontramos con dos objeciones a esta actitud pedagógica estrechamente ligadas entre ellas. La primera es el argumento de valor, la segunda es el argumento de la duda, su corolario. El argumente de valor afirma que los niños necesitan valores para construirse a sí mismos, referencia sin la cual no pueden crecer y constituirse a sí mismos para llegar a ser adultos maduros y responsables, valores sin los cuales un ser humano no está completo. Así mismo los padres o los enseñantes, con el fin de educar, deberían vehicular unas directrices sobre las cuestiones fundamentales: lo verdadero y lo falso, el bien y el mal, la verdad y la mentira, la belleza y la fealdad, lo prohibido y la obligación, los derechos y deberes, etc. Digamos que los adultos, en general, se ven a sí mismos como los guardianes de ciertos principios adquiridos y heredados, componiendo una axiología aproximada cuyos fundamentos no están del todo claros, cuando no llenos de contradicciones. Sin embargo se convencen de que esos valores son necesarios para los niños de los que son responsables, por una mezcla de razones prácticas, ideológicas o simplemente para afirmar su autoridad, razones entre las que no distinguen convenientemente. Si insistimos en el aspecto arbitrario de estos esquemas educativos es porque la razón juega en ello un papel menor, casi ausente. Es evidentemente útil y necesario inculcar al niño un conjunto de “verdades” generales sobre la realidad global y singular, producto de nuestra experiencia de adulto, para que sus acciones y decisiones no se vean reducidas a una simple casuística, para que aprenda a no limitarse a sus impulsos puramente instintivos o reactivos. No debemos olvidar que este empeño está destinado a proveer de sentido al mundo y a su existencia propia, un sentido que el niño necesita, pero si no ofrecemos a ese niño un espacio de libertad para crear por sí mismo una visión del mundo, se convertirá, como muchos seres humanos en un producto del condicionamiento reductor, rígido e irreflexivo, con la posibilidad de que se rebele contra una perspectiva dogmática con una contra-perspectiva igualmente dogmática. En este sentido, debe ser iniciado a una práctica de principios generales de sabiduría, de conocimiento y de utilidad, por razones existenciales, morales e intelectuales, con un cierto grado de imposición sin el cual los principios perderían su propia fuerza, pero deben aprender igualmente a analizar, comparar, criticar, cuestionar y formular los tales principios generales desde sus propias fuerzas. Esta apuesta educativa, apuesta relativa a la razón y a la autonomía, exige un compromiso amplio, generoso y exigente, ante el cual demasiados padres y enseñantes reculan, por diferentes razones: falta de energía, falta de educación, miedo, etc.
Los mismos principios serán más o menos atendidos por el “argumento de la duda” con el añadido de que la incertidumbre es generadora de ansiedad: hay que proteger a ese pequeño ser. Pero de la misma manera que proteger permanentemente a un niño del reto de su puesta a prueba corporal no le permitiría desarrollar su fuerza física, pasa lo mismo con la fuerza psíquica.Si un adulto concibe su responsabilidad hacia el niño principalmente como una protección contra sí mismo y el mundo exterior, no debería sorprendernos si ese niño acaba desarrollando una visión paranoica del mundo, un mundo que no se parecerá jamás a lo que debería ser, un mundo sobre el cual no podrá intervenir en tanto que adulto, puesto que no habrá trabajado jamás sus propias capacidades, puesto que no habrá sido jamás iniciado a su propia potencia. ¿Cómo podría nadie ser generoso y libre si no ha padecido la angustia de la duda, si no ha aprendido jamás a enfrentarse a ella, a aceptarla, a resolverla e incluso a amarla como una especie de desequilibrio que mantiene el espíritu alerta? ¿El primer síntoma de una sociedad de consumo no sería el hecho de que los adultos se preocupan más de satisfacer sus nimios deseos inmediatos, privados y cotidianos, que de revelar algún desafío entusiasmante? La actitud de la que hablábamos exige desarrollar una cierta confianza en sí mismo, en el transcurso del tiempo, a través de numerosos obstáculos y dificultades aparentes, y gracias a ellos.
Un último punto que querríamos destacar sobre esta cuestión es que los niños tiene un sentido más agudo de la gratuidad que los adultos: saben muy bien como jugar diferentes roles, de hacer “como si”, estar presentes en el instante, perciben más fácilmente lo artificioso de su comportamiento y se sienten por eso probablemente menos amenazados que sus mayores por el libre examen y la verificación de sus posturas y de sus ideas. Por su edad y su anclaje en la existencia, los adultos tienen más que perder y más que demostrar: a menudo temen la muerte y el absurdo, más de lo que aman la autenticidad, la vida del espíritu y la puesta a prueba de su intelecto. En eso reside probablemente la razón principal por la cual se sienten obligados a responder a las preguntas de los niños, rehúsan abiertamente a admitir su ignorancia sobre cuestiones fundamentales e imponen su autoridad de manera desconsiderada. Todo ello con toda la buena conciencia del mundo, y por el bien supremo de los niños, al menos en apariencia.
COMPLACENCIA
La tercera cuestión importante por la cual el preguntar del niño y su asombro son aniquilados es lo que podría denominarse la complacencia o la actitud condescendiente. Su manifestación más frecuente surge como una exclamación, a guisa de respuesta a las palabras del niño, que se parece a algo así como ¡Oh, mírale qué mono! Por la palabra complacencia entendemos a la vez una complacencia hacia el niño y también hacia el adulto, este último como testigo de las palabras infantiles y autor del comentario, en su actitud paternalista y satisfecha. Se trata de una complacencia hacia el niño ya que, por comodidad, no le permitimos que se oiga, no le animamos a escuchar lo que dice, a explicitar, a comprender sus propias palabras, a considerar las consecuencias y las aplicaciones. Se incita al niño a que ofrezca una actuación, una representación, a dar gusto al adulto, a ser mono, a esparcir algunas palabras con la esperanza de un éxito fácil, un éxito adquirido en la medida que obtenga una exclamación de satisfacción por parte de la autoridad competente. En cuanto al adulto, éste se satisface con poco puesto que no se toma la molestia de pensar con detenimiento lo que entra por sus oídos. Puede que el deseo del niño fuera el de expresar algo profundo y potente, pero la tentativa queda en cierto modo ridiculizada, viéndose reducida a la monería y la coquetería. Y aunque el niño se vea sorprendido por la risa, la sonrisa o la exclamación del adulto, en segunda instancia terminará contento con su éxito: la próxima vez intentará, de manera deliberada, obtener un resultado parecido mejor que intentar nuevamente expresar algo profundo, se verá animado a un comportamiento ciertamente histriónico. El reto que tenía el trabajo del adulto, era el de ahondar, de profundizar y de actualizar la intención del niño de esas intuiciones fuertes que los niños podrían tener del tipo ¡El rey está desnudo! O incluso alguna de esas cuestiones básicas, casi olvidadas y tan frecuentemente embarazosas como la de ¿Porqué estamos aquí? La responsabilidad del adulto debería ser la de invitar al niño a ir más allá, a ir hacia la responsabilidad que necesita apertura, receptividad, estado de alerta, paciencia y un mínimo de rigor. Cuantos enseñantes desatienden demasiado fácilmente el discurso del niño por la falta de todo eso, cuando una escucha atenta les habría proporcionado claridad sobre ciertas dificultades pedagógicas o habría permitido esclarecer o justificar ciertas interpretaciones insospechadas de objetos de conocimiento. No olvidemos que la reacción del ¡qué mono! es el equivalente inverso de ¡Todo eso no son más que bobadas! En los dos casos el sentido profundo desaparece. La condescendencia es una actitud compleja. Si la acusas de falta de respeto en su manera de dirigirse a ti, se opondrá a tus críticas con el argumento de que su intención es amable y cuidadosa de tu persona. No puedes por menos que responder: ¡Pero si me tratas como a un niño! Los adolescentes se rebelan rabiosos contra esa actitud porque no terminan de conceptualizar el problema que plantea y termina primando el sentimiento de frustración y dejan que la cólera se manifieste como único modo de rebelión. Pero el niño, él, opera en un mondo relacional y de dependencia: la complacencia puede no sobrarle en absoluto. Quiere principalmente obtener manifestaciones de amor y apreciación, y todavía no se ha angustiado demasiado con respecto a su autonomía, al menos no en lo relativo al pensamiento y las ideas. De manera que sacrificará fácilmente el deseo de expresar pensamientos profundos, inteligentes y apasionados, y pasará por alto una intención que no está seguro de dominar a cambio de gustar a la autoridad. Se siente más valorado a través de esas reacciones condescendientes que por la demanda que supondría un cuestionamiento suplementario o una discusión con el adulto, a menos que no se haga más consciente de sus capacidades de pensar y aprenda a fiarse de ellas y sentirse confiado con ellas. Observemos la sonrisa permanente que algunos adultos enarbolan como signo de bienvenida hacia el discurso del niño: ¿No nos sentiríamos insultados si nos escucharan con esa sonrisa obligada? La sonrisa frecuente, que para un recién nacido comporta un significado fuerte e importante, puede convertirse en obstáculo cuando el niño crece, cuando necesita que le tomen en serio.
AMAR A LOS NIÑOS
Sin duda, los adultos pueden aprender de la discusión con los niños. Por su actitud inocente, todavía no muy condicionada, ni cerrada a lo originario, menos asustada por las verdades generales y sus implicaciones, menos preocupadas de la aprobación de la sociedad, menos calculadora y cínica, pueden producir esos tesoros de sabiduría y de verdad que nosotros los adultos amamos tanto oír: “los niños siempre dicen la verdad” decimos. Hasta tal punto puede llegar así que algunos teóricos erigirán sin dudar al niño en verdadero maestro, y como a menudo ocurre con un maestro se le pone en un pedestal y es glorificado, los idólatras capitularán ante su capacidad de pensar; en este caso abandonarán su capacidad de confrontarse consigo mismos y a la radicalidad de la juventud. Estos olvidan fácilmente que el niño en realidad ignora su infancia: hay que recorrer un largo camino antes de conocerse a sí mismo y conocer su entorno. El espíritu humano es astuto: está lo suficientemente informado sobre sí mismo como para ser capaz de alimentar y adular sus propias tendencias tortuosas. Nuestro encantador espíritu se ha entrenado desde su más tierna edad a interpretar el mundo, a darle sentido, a adaptar su lenguaje y su verdad para sentirse a gusto, para sentirse mejor, y poder olvidar su debilidad y su condición mortal. Que sea porque no escuchamos al niño, de manera abierta o sutil, haciéndole callar con respuestas, sonriendo o riéndose de sus pueriles palabras, contemplando y admirando su “pequeño y maravilloso sí mismo”, cayendo en el dulce cepo de la nostalgia, lo cierto es que una pequeña vuelta de tuerca separa el utilitarismo, el dogmatismo, el cinismo y el romanticismo. En todo caso estas actitudes darán protección a nuestro vieja persona usada por la experiencia, haciendo que chispas de genio primitivo surjan de modo inesperado desde la inconsciencia de nuestros hijos. Es demasiado fácil utilizar a estos pequeños seres y sus eyaculaciones simplemente para ofrecer a nuestra ansiosa y timorata persona un complemento para el alma. No hagamos como esos viejos y patéticos emperadores chinos que tenían por costumbre bañarse con docenas de adolescentes con el fin de obtener de ese baño regenerador, algo de juventud y algo de longevidad. Podríamos estar queriendo a los niños como las damas de la caridad aman a sus pobres. Visitan a los menesterosos cada domingo por la tarde, después del almuerzo y antes del té, y les llevan algunas ropas viejas y les instalan dos o tres cortinas de puntillas en las ventanas rotas. Se sienten bien, ¡tanto!, y ese sentimiento de calor y de buena conciencia le durará toda la semana, mientras se aplican a sus actividades mundanas, frívolas y sin interés.
Los niños pueden ser espíritus muy provocadores, en la medida en que nosotros provoquemos su espíritu. El adulto que se presenta a sí mismo como el animador de una discusión filosófica con los niños y no les hace ver su propio pensamiento, en general no se enfrentará a sí mismo: si no se embarca él mismo en una actividad filosófica, no podrá asegurar que los niños filosofen, aunque solo sea porque los niños ignoran en qué consiste la filosofía y sus exigencias, y que habría que enseñarles. Si el adulto no encuentra una manera de comprometerse más profundamente en la reflexión filosófica en el trascurso del trabajo en clase –un compromiso que no tomará necesariamente una forma idéntica a la de los niños- éstos serán menos proclives a comprometerse ellos mismos. Después de todo él es el enseñante, y si el enseñante actúa como un espectador, los niños harán lo mismo, y participarán en el ejercicio solo formalmente. En general los adultos están contentos con los niños, como con cualquier ser u objeto, cuando obtienen de ellos lo que esperan. Esta afirmación parecerá muy dura hacia los adultos “llenos de buena voluntad”. Y sin embargo poco importa la naturaleza y la legitimidad de la voluntad, no es más que voluntad. Y esta voluntad es diversa. El esquema más clásico es la voluntad de ver en la infancia lo que ponemos en ella –como el interés de nuestra inversión- y la de estar satisfecho escuchando el eco de nuestras propias palabras, de nuestro propio sistema mental. Puede que sea escuchándole con una inclinación de cabeza paternalista que signifique “Habla hijo, habla hija, participa, expresa te, está bien oírte hablar aunque yo sé mucho más que tu y te lo haré saber a la primera de cambio”. O puede que sea por la imposición más franca y directa de un sistema de valores, de una ética, que, sin paciencia ninguna, no soporta ninguna desviación o herejía. O, todavía más, puede ser que sea porque no dejamos ni un momento ni intersticio para el cuestionamiento. El resultado es el mismo: si el adulto no aprovecha la oportunidad de filosofar, de problematizar su propio pensamiento, y por consiguiente ¿Cómo podría inducir o animar un proceso filosófico en el espíritu del niño? Para empezar a filosofar el adulto debe ser consciente de sus propias razones de filosofar, y con más razón si quiere hacerlo con niños. De este modo sus alumnos no serán un refugio para sentirse mejor. Curiosamente, hacerse consciente de la verdadera naturaleza de filosofar con los niños pasa probablemente por la confesión de un deseo egoísta por parte del enseñante que puede solamente cumplirse confrontando su propio pensamiento con el de los niños, puesto que están dotados de genialidad natural, mezclado con una suprema banalidad, combinación ésta que los adultos no sabrían cómo conseguir, simultáneamente descubrimos verdaderas perlas, si somos capaces de escucharles, al margen de nuestro sentimiento de potencia por nuestro conocimiento consumado y nuestras competencias. Pero, ¿Por qué no? ¡Hay peores condiciones y caminos para filosofar!
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